Según Jon Sobrino

Dice Bernard Sesboüé, teólogo francés especializado en cristología:

El libro de Jon Sobrino pertenece a la 'segunda' generación de la teología de la liberación. Fruto de mucha reflexión, escapa a lo que pudo constituir la generosidad un poco ingenua de los tratados precedentes. Corrige, también, ciertas expresiones algo precipitadas de sus escritos anteriores. No hay algo que pueda despertar sospechas de ideología. Por otra parte, el autor afirma claramente que no se trata de un manual o de una suma cristológica. Considera que, de acuerdo a la enseñanza de la escena del Juicio Final en Mateo 25, los pobres son sacramentos de Dios y de la presencia de Jesús entre nosotros. Por honestidad, Sobrino se pregunta si los teólogos al no ser pobres ni víctimas pueden hacer una teología cristiana desde la perspectiva de las víctimas.

El libro confronta su reflexión con la cristología antigua, la que está inscrita en el Nuevo Testamento y se desarrolló en la patrística y quedó depositada en las decisiones de los concilios antiguos. Se introduce a este tema con una reflexión sobre la resurrección.

La resurrección relata la irrupción de la escatología en el acontecimiento de Cristo. Jesús crucificado, víctima inocente y resucitado, muestra el poder de Dios no sólo sobre la muerte, también sobre la injusticia que provoca víctimas. Aquí el autor hace referencia a la hermenéutica de algunos teólogos europeos, protestantes y católicos, Pannenberg, Moltmann y Karl Rahner. Esta misma perspectiva es desarrollada en América Latina por la teología de la liberación al esperar que el fin de la historia no será un fracaso absurdo y que su transformación última mantendrá un tipo de continuidad a través de la discontinuidad radical.

La obra aborda las definiciones dogmáticas de la cristología de los siglos IV y V: Nicea, Éfeso, Calcedonia y sus consecuencias. La tesis mayor consiste en que sus fórmulas dogmáticas concentran la atención sobre la persona del Mediador y en eso conservan toda su pertinencia, pero lo hacen al precio de debilitar la realidad de la mediación y del Reino de Dios.

Sobrino los analiza desde el punto de vista de las víctimas y según su valor doxológico. Hace brotar de esta aproximación efectos de sentido hasta ahora no considerados, mostrando al mismo tiempo las lagunas de las afirmaciones conciliares por apartarse de la historia. Lamenta que la conceptualización de la identidad de Cristo en base a su relación al Padre no fuera acompañada de la misma conceptualización respecto a su vínculo con el Reino de Dios.

Una cristología del Reino de Dios en Jesús habría podido ayudar a evitar ciertas aberraciones que una cristología demasiado separada de Jesús y de su Reino ha facilitado. Las afirmaciones dogmáticas conciliares tienen pues necesidad de completarse e interpretarse, volviendo de nuevo al origen de la cristología en la persona de Jesús, a su realidad trascendente y a su historia.

Si el Símbolo de Nicea-Constantinopla se refiere todavía a la historia de Jesús al mencionar su encarnación, su pasión, su resurrección y su ascensión, Calcedonia ha perdido ese contacto al punto de tener la necesidad de afirmar dogmáticamente que Jesús es realmente hombre, lo que era una evidencia para los evangelios.

Con ello se olvida que la cristología fue un relato y que compromete práctica. La existencia de la comunidad primitiva cristiana era una existencia cristológica que asociaba teoría y práctica. Así mismo, la vida de Pablo es expresión práctica de su cristología teórica. Los apóstoles y los primeros testigos de la fe fueron todos mártires. Vivían una cristología práctica, al mismo tiempo que enseñaban una cristología teórica. Desde entonces las dos cristologías se divorciaron.

La motivación de la antigua cristología era soteriológica. Pero si propone una visión grandiosa de Cristo, ella no tiene ya nada de actual en América Latina y en otras regiones del nundo. Se ha vuelto inoperante para responder a los problemas de hoy. Ahora bien, esta constatación no dispensa a los teólogos de confrontar su reflexión con el valor regulador permanente de sus definiciones.

El primer concilio estudiado es Nicea (325) que proclama la plena divinidad de Jesús, Hijo de Dios en su sentido fuerte. El autor sostiene, en la línea de Christian Duquoc, que esta afirmación, aunque olvida la cruz, nos anuncia un Dios capaz de sufrir. Los Padres proclaman la divinidad de un crucificado.

Lo expresado en un lenguaje más funcional en la Escritura, se encuentra aquí afirmado con todo su rigor metafísico. La fe responde así a una objeción fundamental: o bien Cristo era Dios y no podía sufrir; o bien ha sufrido y no podía ser Dios. Los obispos profesan la fe tradicional de las Iglesias, no afirman nada nuevo, expresan con precisiones y conceptos nuevos la relación de Jesús con Dios. El Concilio realiza de este modo una gran revolución teológica: al principio cristológico se agrega un presupuesto teo-lógico: en Dios hay lugar para Jesús.

Sin embargo, Nicea tiene una mirada esencialista y no histórica de Dios. Dios es el creador trascendente del universo, no un Dios que se compromete en los procesos históricos, un Dios concreto que prepara el Reino para los pobres y que resucita a la víctima Jesús. Por lo tanto, el Concilio hace cortocircuito con el momento de la parcialidad en Dios, momento dialéctico donde Dios se compromete en favor de unos contra los otros. Y desde esa parcialidad Dios será -sin matices- el Dios de todos. Lo universal se logra desde lo concreto.

El Dios de Arrio no le puede bastar a las víctimas, porque, si creen que Dios tiene primacía absoluta y es todopoderoso, también descubren en medio de la opresión la dimensión liberadora de este Dios y encuentran la liberación en un Dios crucificado. En todo esto juegan al modo de dos categorías salvíficas la alteridad radical y la afinidad más cercana.

Sobrino también aborda el debate sobre la humanidad de Jesús originado en la tentación gnóstica y doceta mucho antes de la época de los concilios. Esta humanidad es evidente para el Nuevo Testamento. Cristo ha sufrido de un modo totalmente real.

También el debate patrístico, sobre la verdadera humanidad de Jesús, está lleno de enseñanzas. Muestra el peligro constante de subestimar la valencia de la humanidad de Jesús. El autor estima que la comunicación de idiomas no funciona más que en una dirección. No se pueden asignar a la humanidad de Jesús las propiedades de la divinidad tal como se atribuyen a Dios las propiedades de la humanidad: el Hijo de Dios ha nacido, sufrido y ha muerto.

Pero aquí Sobrino parece olvidar que la comunicación se hace en la persona y no de una naturaleza a la otra. La divinidad no nació ni ha muerto; no es la humanidad la que puede soplar el Espíritu Santo sobre los discípulos. Pero el Hijo de Dios hecho hombre ha nacido y ha muerto; de su pecho humano sopló para extender el Espíritu y es eterno y todopoderoso. La comunicación tiene entonces lugar en las dos direcciones. Lo cierto es que la comunicación de los idiomas no es un principio a priori, sino la interpretación a posteriari de las palabras evangélicas.

La tradición patrística siempre se ha servido de las comunicaciones atestiguadas en la Escritura. También ha tenido la tendencia de ir demasiado lejos en el campo de la omnisciencia del hombre Jesús. No es cierto entonces decir que se aceptó humanizar lo divino, pero que se ha rechazado divinizar lo humano. Esto lo afirma el teólogo con el fin de luchar contra toda forma de docetismo recurrente y por la autonomía de la humano en Cristo. Desde este punto de vista trata el tercer concilio constantinopolitano las dos voluntades de Cristo. Pero olvida que la tradición patrística sigue siendo deficiente en la concretización del hombre Jesús, que entrega su persona en la misericordia, la fraternidad y la solidaridad.

Cristo no es sólo verdaderamente hombre; es el hombre verdadero.
Por el hecho de asumir de verdad lo humano, se da la posibilidad en Cristo de revelar al mismo hombre la verdad del hombre. Esto se une a las grandes afirmaciones de la Constitución Gaudiurn et Spes del Concilio Vaticano II.


La definición del Concilio de Calcedonia

Abarca el conjunto del misterio de Cristo y constituye la cumbre del proceso patrístico. La grandeza de Calcedonia es haber mantenido en la unidad la totalidad que une sin mezcla realidades tan diferentes como la trascendencia divina y la historia humana.

Debe ser estudiada como afirmación doxológica y no sólo de un modo puramente conceptual y metafísico. Dice "La fórmula es una expresión de la fe, pero no sólo porque es propuesta por un concilio, sino también, intrínsecamente, porque su contenido sólo puede ser comprendido a través del compromiso de la fe"

La estructura de la fórmula tiene igualmente sentido: su análisis pone de relieve que la relación de lo humano y de lo divino en la única persona de Jesús es expresada con cuatro adverbios negativos, lo que equivale a renunciar a expresar el comentario de la unión positivamente.

Calcedonia no da una definición de la hipóstasis o de la persona.
Esta reflexión, ya hecha antes por K. Rahner, es totalmente pertinente, porque el término de persona ha evolucionado semánticamente después del siglo V y sería contradecir a Calcedonia concluir siguiendo su fórmula que Cristo no dispone de una plena personalidad humana.

El Concilio radicaliza la iniciativa de Dios al proclamar que en adelante este Dios está realmente en lo humano y que en adelante lo humano es divinizado.
Sin duda la fórmula de Calcedonia tiene sus límites, ya reconocidos por un número de teólogos: en particular carece de lo concreto.

En la mirada de Jon Sobrino, es una afirmación verdadera, pero:

  • no tiene el acento de un vehículo de revelación,
  • ni de Buena Noticia de lo que es Dios
  • y de que es el hombre.
  • No ha puesto freno a diversas aberraciones en la presentación de Jesucristo.
  • También los títulos aplicados a Jesús pueden ocultar su realidad más que revelarla.
  • La definición expresa bien que lo divino asume lo humano,
  • pero no presenta al Dios del Éxodo
  • y de los profetas,
  • de la Buena Nueva
  • y del Reino,
  • de la cruz y
  • de la resurrección.
No es un Dios concreto presente en un Jesús concreto, ni este Jesús concreto haciendo presente este Dios concreto. Porque el ser Dios y el ser hombre quedan analizados abstractamente y sin referencia a la historia.

Esta ausencia ha tenido una consecuencia negativa sobre el problema de la perfección de la humanidad de Jesús cuya condición supone una historia, un crecimiento y cambios, todo esto incompatible con una omnisciencia preliminar. Asímismo la cruz del Concilio de Calcedonia es comprendida de manera natural y no como una historia que expresa un amor y permite una soteriología sin magia ni arbitrariedad y sin crueldad.

Calcedonia olvida también la red de relaciones en las que se inserta Jesús:
  • relación con el Padre, donde se realiza concretamente la filiación de Jesús en su vida y en el acto de morir;
  • relación con el Reino de Dios y con su práctica.
No predicamos Calcedonia; anunciamos a Cristo respetando la enseñanza de Calcedonia -sice Sobrino-, lo que es muy diferente.


La Cristología de Sobrino

El carácter tradicional de la construcción del libro tiene de referencias esenciales a la Escritura y la tradición dogmática de la Iglesia. Sobrino no sólo las pone en el centro de su reflexión, no cuestiona ninguno de los contenidos de fe inscritos tanto en el Nuevo Testamento como en los concilios. Su cristología es perfectamente ortodoxa respecto a la divinidad, la humanidad y la unidad de la persona de Cristo.

No parece necesario que algunas sospechas, más o menos fundadas, respecto a los representantes anteriores de la teología de la liberación se vuelvan ahora contra un teólogo que tuvo el cuidado de emplear un lenguaje doctrinal más riguroso que en sus libros anteriores.

El autor, siguiendo a un cierto número de teólogos europeos, hace una lectura crítica de la tradición conciliar. En esto su obra de interpretación se inscribe perfectamente en la enseñanza de la instrucción de la Congregación de la Fe Mysterium Ecclesiae de 1973, que destaca la condición histórica de los enunciados de la fe y la evolución semántica del vocabulario que ellos emplean. Ella precisa que esas fórmulas comunican siempre la verdad revelada a aquellos que las interpretan bien. Pero no se sigue que cada una de ellas tuvo y guardará siempre esa aptitud en el mismo grado. Por esta razón, los teólogos se aplican en circunscribir exactamente la intención de enseñar que las diversas fórmulas dogmáticas contienen realmente, y con ello hacen un gran servicio al magisterio de la Iglesia al que están sujetos.

Es claro que las definiciones conciliares hoy no nos atañen de la misma manera que las contemporáneas. El texto continúa reconociendo que ciertas fórmulas han cedido el lugar a otras, permitiendo expresar de manera más clara el mismo significado.

Un literalismo exagerado donde un fundamentalismo puede incluso llevar a una herejía. Por ejemplo, concluir a partir de la ausencia de persona humana en Cristo, en sentido antiguo, la ausencia de personalidad humana, en sentido moderno, sería un grave error. Estos contrasentidos se han dado. Lo mismo puede suceder con los títulos que se dan a Jesús en la Escritura, si no son interpretados correctamente.

El autor respeta la normatividad de los textos de acuerdo a su intención y su sentido bien entendido, pero señala también con vigor sus lagunas. De todas maneras reconoce que las definiciones conciliares, hechas para enfrentar una situación de crisis determinada, no tienen la pretensión de exponer una cristología completa y que en esto son infinitamente más pobres que el mensaje del NT. Ellas pretenden sólo expresar con rigor los puntos imprescriptibles de la fe. Pero un uso de ellas a veces inapropiado pone en riesgo de que se las tome por lo que no son. Ellas son conclusiones interpretativas sacadas de la revelación bíblica: por una parte, ayudan a comprender el sentido del texto bíblico, por otra, piden ser comprendidas a la luz de ese texto.

Es necesario entonces siempre volver al mismo Jesús, a su itinerario, a su historia, al hecho de que él fue el revelador de Dios por sus palabras y por sus actos, como lo ha destacado fuertemente el Vaticano II en Dei Verburn.

Volver al testimonio fundamental del Nuevo Testamento fue el eje mayor del gran movimiento cristológico del siglo XX. Un excelente ejemplo es Hans Urs ron Balthasar, que ha construido una cristología muy elaborada sacando los diversos aspectos de la figura de Jesucristo gracias a una lectura seria de la Escritura. Todo ese movimiento ha buscado valorar la verdadera humanidad de Jesús, en particular el terna auténticamente bíblico de la fe de Cristo, que la teología escolástica había olvidado.

Sobrino insiste mucho en la parcialidad de Dios. ¿Es justificable? Las dos grandes imágenes bíblicas de salvación son la liberación de la muerte y la liberación de la esclavitud, la recuperación de la salud del enfermo y el retorno a la libertad de la esclavitud. Sobrino privilegia el segundo aspecto, pero sin olvidar jamás el primero.

Dios está del lado de las víctimas, no de los verdugos, aunque la propuesta de salvación debe conducirlos a ellos también a la conversión. Esta parcialidad es un momento a la vez real y provisorio en la acción de Dios, un momento constantemente presente en la Biblia: Dios elige un pueblo particular para hacerlo suyo, pero este pueblo será para los otros.

Jesús se dirige en primer lugar a las ovejas perdidas de la casa de Israel durante su ministerio público y raramente sale de su territorio. En su pueblo se identifica con los pobres, los débiles y los enfermos y privilegia su cercanía a ellos. Se opone con fuerza a los escribas y fariseos hipócritas

Su misión tiene un objetivo universal: debe partir de Jerusalén, de Judea y de Samaria, para llegar a los confines de la tierra. Su misión pasa por los judíos en primer lugar, para en seguida atender a los paganos. La actividad de sus discípulos en los Hechos de los Apóstoles reproduce el mismo escenario.

Al comienzo, la primera comunidad cristiana es exclusivamente judía; luego se abre a los paganos con el segundo Pentecostés. Las misiones de Pablo respetan ese mismo dinamismo: cuando llega a un pueblo, Pablo se dirige de inmediato a la sinagoga, luego, en general después de diversos conflictos, se torna hacia los paganos. Toda la historia de los Hechos testimonia ese movimiento.

La preocupación por los pobres y las víctimas es un aspecto que debe considerar el anuncio del Evangelio, para conducir a la conversión de los ricos y de los poderosos, de los que ejercen la injusticia. En su propia coyuntura el teólogo insiste particularmente en ese en primer lugar y ese en primer lugar comprende también las arras del Reino que constituye el esfuerzo constante para la instauración de la justicia en el mundo. Esta preocupación es la expresión cristológica de la opción preferencial por los pobres.

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